Capítulo I: El despertar.
Hoy me he levantado con el sol de siempre... Hace muchísima calor. Puedo ver de nuevo mi hogar, aunque reconozco que últimamente tiene sus tripas revueltas al igual que las de su gente. El asfalto sigue siendo el mismo, los edificios lo mismo, el mismísimo paisaje árido y seco, pero algo ha cambiado. Y eso sólo lo podemos notar los propios hijos de Gaza con el corazón. Nuestra casa - por así decirlo- es la misma, solo que ahora hay hombres trajeados de verdes y con cascos parecidos a las duras piedras a juego. Van de aquí para allá vociferando palabras que se esfuman en el estrépito producido por su cargamento.
Nunca antes he visto esos objetos metálicos tan peligrosos, pero ahora mis ojos están bastante acostumbrados a verlos y puedo decir que me resultan hasta bonitos y útiles. Eso, no es del todo así, pero algo tendré que decirme para tratar de no caer en las garras del pánico y la desesperación. No quiero quedarme postrado en el viejo muro de mi casa si esos trajeados tan listos y altivos deciden hacer una visita a mi familia.
Creo que es agosto, me arriesgaría a decir que quizá es día uno o dos. Mi padre me dijo hace un día que esos hombres son israelitas y después los calificó como "hijos de mala madre" con expresión desdeñosa y enfadada, lanzando uno de esos grandes escupitajos varoniles que algún día me encantaría recrear tal y como mi gigantesco padre lo hace. Por lo visto y, según lo que mi mentor ya me contó hace cosa de unas semanas, odian nuestra religión y dicen que nuestra ciudad es de Yahvé. "Menuda tontería", suele decir mi padre cuando surge este tema de conversación y después, añade:"se sabe que es de Alá " y por ello debemos escondernos en cuanto aparezcan. Le pregunté en su momento el por qué teníamos que hacerlo; que a ellos no les guste no implica que no puedan respetarnos. Él me dejó vacío de respuestas y soltó un tajante "escóndete y punto."
A estas alturas, aún sigue sin convencerme porque desde que tengo uso de razón, soy de esos chicos a los que hay que darles una explicación. Nadie puede controlarme cuando se trata de obtener información y mucho menos retarme en cuanto a obstinación, pues soy el más "melón" tal y como dice mi adorable y estricto profesor del colegio. Éste es, para mí, el hombre más inteligente y reservado que existe en el planeta. Sé que en un principio le hice trastadas porque no podía aguantar su agrio comportamiento, pero fueron esas mismas jugarretas las que hicieron que descubriese el diamante embruto embutido en su alma. Duro como la roca por el exterior, grandioso como un gran banquete exquisito en el interior.
Noto el rugido de mi estómago y eso me alerta mucho, aunque sé que probablemente voy a tener que oír su cante unas cuantas horas más. Ahora es difícil comer, mucho más que antes. Y desde que vine al mundo sé a la perfección que estoy sumido a la condena de ser un pobre... De que sólo reciba lástimas de turistas extraviados y extranjeros porque aquí a pocos les gusta practicar la caridad y mucho menos la solidaridad. Todos se aferran a lo que lleven en la mano en cuanto me divisan. Saben que puedo robarles, salir disparado entre las sombras de la gente y no localizarme nunca más. Quedarse sin su bien preciado y sin castigo merecedor al criminal, no le gusta a nadie.
Me retiro el sudor de la frente. No tengo ganas de jugar al balón con mis amigos del barrio. Estoy... No sé...Como cansado, pero no me duelen las piernas ni las costillas. Es entonces pensando esto cuando veo a mi madre frente al hueco de la puerta, y acaba de ponerse la palestina de bellos tonos azules con suma rapidez mirando hacia atrás con esos ojos tan penetrantes y crucificantes. Me sonríe aunque no puedo ver sus pequeños labios y se va, desaparece por la puerta. Supongo que se va al mercado a comprar algo, a pedirle ayuda a alguna vecina compasiva o,bueno... no sé que va a hacer en concreto; sólo se que se dirige desesperada en busca de alimento. Algo que haga que las bombas de nuestros estómagos cesen y firmen un acuerdo de paz con la muerte.
Me llamo Madai y soy una ficha en manos de los israelitas furiosos. Me llamo Madai y tengo dos razones para luchar por seguir pisando esta tierra a la que podría besarle los pies -en sentido figurado- y clavarle cuchillos llenos de rabia mortífera también.
Hoy me he levantado con el sol de siempre... Hace muchísima calor. Puedo ver de nuevo mi hogar, aunque reconozco que últimamente tiene sus tripas revueltas al igual que las de su gente. El asfalto sigue siendo el mismo, los edificios lo mismo, el mismísimo paisaje árido y seco, pero algo ha cambiado. Y eso sólo lo podemos notar los propios hijos de Gaza con el corazón. Nuestra casa - por así decirlo- es la misma, solo que ahora hay hombres trajeados de verdes y con cascos parecidos a las duras piedras a juego. Van de aquí para allá vociferando palabras que se esfuman en el estrépito producido por su cargamento.
Nunca antes he visto esos objetos metálicos tan peligrosos, pero ahora mis ojos están bastante acostumbrados a verlos y puedo decir que me resultan hasta bonitos y útiles. Eso, no es del todo así, pero algo tendré que decirme para tratar de no caer en las garras del pánico y la desesperación. No quiero quedarme postrado en el viejo muro de mi casa si esos trajeados tan listos y altivos deciden hacer una visita a mi familia.
Creo que es agosto, me arriesgaría a decir que quizá es día uno o dos. Mi padre me dijo hace un día que esos hombres son israelitas y después los calificó como "hijos de mala madre" con expresión desdeñosa y enfadada, lanzando uno de esos grandes escupitajos varoniles que algún día me encantaría recrear tal y como mi gigantesco padre lo hace. Por lo visto y, según lo que mi mentor ya me contó hace cosa de unas semanas, odian nuestra religión y dicen que nuestra ciudad es de Yahvé. "Menuda tontería", suele decir mi padre cuando surge este tema de conversación y después, añade:"se sabe que es de Alá " y por ello debemos escondernos en cuanto aparezcan. Le pregunté en su momento el por qué teníamos que hacerlo; que a ellos no les guste no implica que no puedan respetarnos. Él me dejó vacío de respuestas y soltó un tajante "escóndete y punto."
A estas alturas, aún sigue sin convencerme porque desde que tengo uso de razón, soy de esos chicos a los que hay que darles una explicación. Nadie puede controlarme cuando se trata de obtener información y mucho menos retarme en cuanto a obstinación, pues soy el más "melón" tal y como dice mi adorable y estricto profesor del colegio. Éste es, para mí, el hombre más inteligente y reservado que existe en el planeta. Sé que en un principio le hice trastadas porque no podía aguantar su agrio comportamiento, pero fueron esas mismas jugarretas las que hicieron que descubriese el diamante embruto embutido en su alma. Duro como la roca por el exterior, grandioso como un gran banquete exquisito en el interior.
Noto el rugido de mi estómago y eso me alerta mucho, aunque sé que probablemente voy a tener que oír su cante unas cuantas horas más. Ahora es difícil comer, mucho más que antes. Y desde que vine al mundo sé a la perfección que estoy sumido a la condena de ser un pobre... De que sólo reciba lástimas de turistas extraviados y extranjeros porque aquí a pocos les gusta practicar la caridad y mucho menos la solidaridad. Todos se aferran a lo que lleven en la mano en cuanto me divisan. Saben que puedo robarles, salir disparado entre las sombras de la gente y no localizarme nunca más. Quedarse sin su bien preciado y sin castigo merecedor al criminal, no le gusta a nadie.
Me retiro el sudor de la frente. No tengo ganas de jugar al balón con mis amigos del barrio. Estoy... No sé...Como cansado, pero no me duelen las piernas ni las costillas. Es entonces pensando esto cuando veo a mi madre frente al hueco de la puerta, y acaba de ponerse la palestina de bellos tonos azules con suma rapidez mirando hacia atrás con esos ojos tan penetrantes y crucificantes. Me sonríe aunque no puedo ver sus pequeños labios y se va, desaparece por la puerta. Supongo que se va al mercado a comprar algo, a pedirle ayuda a alguna vecina compasiva o,bueno... no sé que va a hacer en concreto; sólo se que se dirige desesperada en busca de alimento. Algo que haga que las bombas de nuestros estómagos cesen y firmen un acuerdo de paz con la muerte.
Me llamo Madai y soy una ficha en manos de los israelitas furiosos. Me llamo Madai y tengo dos razones para luchar por seguir pisando esta tierra a la que podría besarle los pies -en sentido figurado- y clavarle cuchillos llenos de rabia mortífera también.